Un curioso apelativo para un autobús especial. Sí, era un autobús,dedicado al transporte escolar. O, por lo menos esa era su función cuando yo lo conocí. En otros tiempos debió ser un grande entre los de su especie. Con su nombre colocado en un lugar bien visible, arremetía contra los kilómetros de carretera que se brindaban ante él para pasear su orgullo de señorío perdido. No importaba que sus asientos estuviesen deteriorados, que la palanca de cambio emergiese de un montículo de metal, o que su volante fuese tan grande como sus propias ruedas. El Apolinar rugía por las curvas sin piedad, mientras sus frenos ya cansados, de vez en cuando, producían pequeños o grandes sustos.
Un día, después de muchos años de la idílica relación que nos unia a los niños con él, me encontré con un terrible espectáculo. El Apolinar, o, mejor dicho, sus restos, se confundían con la naturaleza en una carretera entre pueblos. Aquellos pueblos que un día él unió con su elegancia casi perdida. Eso sí, su nombre todavía era bien visible a los ojos de aquellos que lo añorábamos.
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